Comentario
Pese al florecimiento de la escultura, no es difícil de entender que si el realismo, desde fines del siglo V a. C., comenzó su empuje de mano de los pintores, éstos intentasen mantener su primacía en las épocas en que sus criterios se habían impuesto. Incluso los meros argumentos técnicos les favorecían, estando reservado a su arte el análisis de fenómenos visuales tan importantes como la luminosidad, el ambiente o las matizaciones del color, por no citar las transparencias, los reflejos y el paisajismo, conceptos todos que llevaban generaciones planteándose los artistas.
Y efectivamente, por lo poco que sabemos, en la zona de Rodas y sus alrededores vivió la pintura, durante el Alto Helenismo, un momento de esplendor. Caído definitivamente el dominio de la línea sobre la pincelada, y abolido el viejo prejuicio que consideraba más válidas las obras de temas grandes (batallas, mitologías) que las de temas sórdidos (escenas de género, bodegones), la libertad de los artistas dio frutos de gran interés.
Por desgracia, lo difícil es hallar obras, aunque sea a través de copias romanas, que nos permitan imaginar lo que fue aquella pintura. Hay campos, en concreto, en que apenas nada podemos señalar con ciertas garantías: tal es el caso de los temas mitológicos. A título de simple e hipotético ejemplo, nosotros señalaríamos un Rapto de Europa conocido por un mosaico de Palestrina: su paisajismo, sus fuertes sombreados, sus abultadas y movidas telas parecen acercamos al ambiente rodio o pergaménico de principios del siglo II a. C.
En cambio, el creciente apartado de los temas sórdidos no es mucho mejor conocido. Escenas de interior o de calle, y sobre todo asuntos tomados del ambiente teatral de la época, tendrán la fortuna de agradar a las gentes de Pompeya desde fines del siglo II a. C., y ello nos permite acceder a copias a veces muy apreciables.
A título de ejemplo, cabe señalar sobre todo los dos cuadritos de mosaico que firmó hacia el año 100 a. C. Dioscúrides de Samos, y que pasaron a formar parte de la nutrida colección conservada en la Casa del Fauno. Su autor, con finísimas teselas, quiso reproducir en ellos, sin duda, dos cuadros famosos que tenía a mano, en su misma ciudad; por tanto, no es muy arriesgado pensar en unos originales de ambiente jonio, y varias décadas anteriores a la realización de las copias.
Ambos reproducen escenas de comedias de Menandro, y precisamente en un tipo de escenario -el que permite abrir puertas y habitaciones sobre el estrado- que se impone hacia fines del siglo III a. C. Pero lo importante es que pueden observarse, sobre todo en el que muestra a los actores bailando al son de la música, refinamientos ambientales asombrosos: obsérvese por ejemplo cómo la sombra proyectada en la pared da corporeidad y relieve a la vestimenta blanca de un personaje; o cómo la cuidadosa distinción de colores permite oponer el tono de la máscara al de las manos. Pero donde el virtuosismo óptico llega más lejos es en las sombras de las telas amarillas anaranjadas, que se tiñen de azul: tal uso de los colores complementarios en ciertos efectos lumínicos no volverá a reconocerse hasta nuestro impresionismo del siglo XIX.
También cabría hacer observaciones elogiosas a las naturalezas muertas de la época. Pero lo cierto es que ya las señalamos al hablar del mosaista Soso de Pérgamo, y se recordará que ya entonces consideramos su arte demasiado realista, demasiado rodio para el ambiente que vio nacer el Altar de Zeus. De cualquier modo, señalemos a título de complemento que de planteamientos como los suyos surgirían los famosos mosaicos de peces, verdaderos muestrarios de la fauna marina mediterránea sobre fondos neutros o de paisaje: pocos temas gustarán tanto en las moradas romanas.